El amor perfecto echa fuera el temor

La primera epístola de Juan, capítulo cuatro, versículo dieciocho, dice lo siguiente: “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor”.

Estos últimos años pareciera que el temor ha tomado la dirección de las decisiones del mundo y que todas sus acciones han sido condicionadas por el mismo. El ser humano, en particular, ha desarrollado un miedo incomprensible a hablar la verdad, prefiriendo resguardarse en un discurso políticamente correcto. Tememos al qué dirán, al “suicidio” social que conlleva hablar con honestidad y a sufrir por causa de ella. Y esta es una lamentable situación de la cual la iglesia, muchas veces, no está exenta.

La Iglesia ha podido presenciar en estos últimos años cómo, libertades tan esenciales como la libertad de expresión, la libertad religiosa, la libertad de cátedra o la libertad de los padres para educar a sus hijos han sido coartadas. ¡Y la gran mayoría no ha hecho nada! Siempre esperando que sean otros los que libren esa batalla, siempre llevados por el miedo a la pérdida de tiempo, de empleo o incluso de la libertad; cuando la verdadera pérdida se ha producido, no al hablar verdad sino a través de la pasividad y la inacción, de eso que algunos denominan mayoría silenciosa.

Para un buen número de personas, el miedo ha terminado por transformarse en un sinfín de eufemismos, tales como la prudencia; y la semántica se ha convertido en un refugio que anestesia sus conciencias para no obrar como debieran.

George Orwell, el célebre novelista reconocido por su libro “Rebelión en la granja”, con relación a este tema dijo algo con mucho sentido: “En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario”. Y esta es la revolución a la que estamos llamados a participar, no manteniéndonos en silencio, sino hablando verdad.

Dios nos llama a amarle sobre todas las cosas y a amar a nuestro prójimo como Él nos ha amado (Mt. 22:37; Jn. 13:34, 15:12). Esta clase de amor no es humano, sino que es la clase de amor divino que llevó a Jesucristo a entregar su vida por nosotros (Ef. 5:2). Es en este sentido que, como creyentes, tenemos una gran responsabilidad de decir la verdad, la cual tiene sus raíces profundas en el amor perfecto de Dios. El amor nos obliga y nos impulsa, a pesar del precio que debamos pagar, a luchar por la vida, la preservación de la sociedad y la eternidad de las personas que están a nuestro alrededor; y es sólo hallándose en esta clase de amor que el creyente se siente realizado al haber llevado a cabo la tarea para la cual Dios nos ha llamado como Iglesia, predicar las buenas nuevas de salvación.

Sólo un amor perfeccionado por la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas, nos permite ver a nuestro prójimo como el Padre ve al hijo pródigo (Lc. 15:20), quien sale al encuentro de su hijo siendo movido a misericordia. Sólo esta clase de amor, sincero y puro, por nuestro prójimo es capaz de convertirnos en verdaderos revolucionarios, edificados en el amor del Padre y no en el temor del enemigo, el cual hace caer a muchos en lazo de satanás (Pr. 29:25).

Como Hijos de Dios, estamos llamados a estar de pie, manteniéndonos firmes en Cristo, estando dispuestos a sufrir por causa del bien, de la justicia y de la verdad; llamados a jamás rendirnos y mucho menos a vivir de rodillas frente al poder de este mundo.

La Iglesia ha vivido en su historia reciente un periodo de gracia sin precedentes que posiciona en un lugar de debilidad a aquellos creyentes que desean seguir viviendo su fe con las facilidades de antaño. Ha llegado la hora de que la Iglesia se levante y presente batalla al enemigo de nuestras almas; pues estos tiempos convulsos reclaman personas valientes que estén dispuestas a actuar. Este es el motivo por el que la congregación de los santos debe recuperar el valor de Josué para conquistar la tierra que el enemigo tiene pero que Dios nos ha dado por herencia; no prestando atención a los gigantes sino, como David, al Dios de los ejércitos que está con nosotros (Nm. 13:33; 1 Sa. 17:45).

Si amamos a Dios, luchemos; y si confiamos en Dios, seamos valientes; pues sólo depositando nuestra confianza en Dios y siendo edificados en Su amor es que podremos ver la mano poderosa del Creador protegiéndonos y exaltándonos, diciéndonos estas palabras: “buen siervo y fiel” (Mt. 25:21,23).

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