Educar a la Iglesia ante los retos de la postmodernidad

Por Miguel Ángel Alcarria

El siglo XXI se caracteriza por un nuevo género de ingeniería, la ingeniería social. Jamás en la historia, la sociedad ha sido moldeada a la velocidad que lo ha hecho en las últimas dos décadas. Las modas, las subculturas y los diferentes movimientos sociales contemporáneos, lejos de ser fruto de la casualidad, responden a un proyecto de transformación social bien elaborado. A dicho plan social lo hemos denominado postmodernidad.

La postmodernidad busca la reestructuración de la cultura y, por ende, de la sociedad. Y, aunque el fenómeno lleva impulsándose desde hace unos 50 años, iniciándose con el movimiento de mayo de 1968 en París, la Iglesia no ha tomado conciencia de los efectos que podía tener las reivindicaciones sexuales y sociales de este movimiento hasta hace relativamente poco.

La postmodernidad se ha infiltrado en las iglesias y, con ella, la posverdad; aquella que distorsiona la realidad y manipula las creencias sociales con el único objetivo de influir en la vida pública mediante el sensacionalismo, el relativismo y el razonamiento emocional.

Pero, ¿Cuál es el fondo y fundamento de esta nueva filosofía que está llevando a nuestra sociedad a la deriva? Los valores sobre los que se sustenta la postmodernidad son básicamente tres: un relativismo de duración temporal que ha dado lugar a un posterior establecimiento de valores y creencias sociales alternativos y claramente antibíblicos, un individualismo basado en un clásico sentimiento de rebeldía y una búsqueda continua de satisfacción fundamentada sobre el ideal de una autorrealización utópica y egoísta.

El cuestionamiento permanente, sin razón ni propósito de búsqueda de verdades absolutas y eternas, basado en el clásico sofismo helénico, ha abocado a nuestra sociedad a un relativismo que rompe con cualquier idea de verdad y justicia; ideas históricamente establecidas desde el cristianismo y ahora claramente desvirtuadas. El único objetivo de este cuestionamiento es establecer un nuevo orden de valores donde el lenguaje abandonada su función de describir la realidad para crearla y manipularla a conveniencia de movimientos sociales de índole anticristiano. Todo ello crea un estado de confusión permanente que afecta directamente a la Iglesia, quien deja de ser un referente social en valores para convertirse en el enemigo de los nuevos valores impuestos desde la denominada “nueva política”. Esta nueva política ha reconfigurado los valores democráticos de libertad para empezar a tomar un papel regulador en la educación de las nuevas generaciones, el cual debería ser propiamente exclusivo de la paternidad, y ha hecho uso de los medios de comunicación como vía de propaganda de masas de dichos valores anticristianos y absolutistas. Bíblicamente podemos ver representado el resultado de este relativismo en las palabras de Isaías: “¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo, que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz, que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!” (Is. 5:20).

El eslabón que permitió el auge del relativismo y la configuración de una nueva moral ha sido una falsa idea de autonomía basada en un sentimiento de rebeldía que nos retrotrae al mismo Génesis. Movimientos como el de Mayo del 68 han avivado este sentimiento entendido socialmente como una falsa liberación personal que ha agudizado la ruptura de valores, el individualismo y la falta de amor por el prójimo. Esta es la generación descrita en la segunda epístola a Timoteo como soberbia, cruel y sin afecto natural (2 Ti. 3:2-5).

Esta falta de amor por el prójimo se muestra a través de la búsqueda de autosatisfacción continua; una búsqueda egoísta fundamentada sobre una fuerte filosofía hedonista y utilitarista ilustrada por Pablo con las siguientes palabras: “Amadores de los deleites más que de Dios”. El vacío existencial que han creado la ruptura con el cristianismo y el individualismo han abocado al mundo a un consumismo compulsivo con el único objetivo de crear una falsa sensación de felicidad. Compras, drogas, ocio y sexo; se han convertido en los nuevos ídolos de una sociedad con una idea vaga, desdibujada y sincretista de lo que significa Dios y la moral. Esta falsa felicidad se compra y, por contrapartida, se vende exhibiéndose ésta en redes sociales; en un mundo que ha dejado de pensar en lo eterno para fijarse únicamente en el presente, atendiendo a lo efímero y a la imagen superficial.

En medio de este contexto es que se mueve la Iglesia del siglo XXI; una iglesia que, en ocasiones, ha aceptado como propias algunas de las tesis de la postmodernidad cayendo en el error de relativizar la verdad bíblica, de no confrontar adecuadamente el pecado en la iglesia y fuera de ella, de pervertir el sano sentido de la gracia como excusa para permitir el pecado, de predicar tesis propias del feminismo de la tercera ola y de permitir la existencia de las mal llamadas iglesias inclusivas. La iglesia ha sido secretamente infiltrada por personas que no aman a Jesucristo, que han cambiado la pureza de la Palabra por la herencia de la gran ramera, y que han permitido la desazón de una Iglesia que no ha alumbrado lo suficiente y ha permitido el avance del error; facilitando un contexto mayoritariamente anticristiano y de persecución.

¿Cómo la Iglesia debe responder a estos retos? Sencillamente desde el amor al prójimo, el purismo de la sana doctrina, la centralidad del evangelio y el mensaje de la cruz, la confrontación del pecado, la búsqueda continua de santidad y el establecimiento de la necesaria disciplina. Recordemos las palabras de Hebreos: “Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (He. 12:14). La santidad está estrechamente unida a un claro sentido de verdad y justicia; y es ahí donde la Palabra de Dios tiene un papel central.

La Palabra de Dios nos llama a amar al prójimo como a nosotros mismos. Este amor nos impulsa a predicar el evangelio de salvación, a correr la milla extra y a servir a Dios amando a nuestros semejantes. Sin embargo, no debemos olvidar que el primer mandamiento siempre será amar al Señor nuestro Dios sobre todas las cosas y obedecerle a Él antes que a los hombres (ver Mc. 12:29-31; Hch. 5:29). Invertir el orden de estos dos mandamientos lleva a la Iglesia a perder el amor por la Palabra y el claro sentido de lo que significa la santidad; así como a desvirtuar las bases sobre las que se sustenta el amor al prójimo, que es el amor a Dios.

La centralidad del amor a Dios permite mantener el purismo de la sana doctrina, un purismo que nos obliga a confrontar nuestra carne con las Sagradas Escrituras. Era un deseo de Jesús, expresado en el evangelio de Juan, que fuéramos santificados en la verdad, en la Palabra de Dios. El amor por la sana doctrina muestra un amor genuino por el Dios vivo (Jn. 14:15).

El evangelio nos habla de salvación por gracia, por medio de la fe y de un verdadero arrepentimiento (Ef. 2:8; 2Co. 7:10). Este arrepentimiento tiene lugar cuando el Espíritu Santo redarguye de pecado, mediante una confrontación clara y abierta en contra del pecado y una muestra verdadera del amor de Dios. La santidad no es una opción sino una necesidad del creyente que desea estar en cercanía con su Creador. La Iglesia no sólo debe predicar sobre la santidad sino que debe buscarla por amor al Salvador.

La postmodernidad no debe alterar el evangelio ni la enseñanza de la Iglesia (Tito 1:13-2:1). Más bien, la Iglesia debe ser valiente para permanecer en la Verdad a pesar de la persecución. Predicar la verdad en Occidente, en breve, significará pagar un precio elevado que deberá ser saldado por aquellos que deseen permanecer como fieles discípulos de Jesús. En Europa y en algunos países del continente americano vemos cómo están avanzando la elaboración de leyes que anulan la objeción de conciencia en casos de aborto y/o eutanasia, que anulan la libertad de expresión en torno a temas de sexualidad desde una perspectiva bíblica, que penalizan el adoctrinamiento de los hijos en la moral cristiana y que prohíbe la ayuda a personas que desean vivir conforme a los valores bíblicos.

La postmodernidad supone un reto que debe ser enfrentado desde un profundo amor a Dios y a su Palabra, en primer lugar; y también al prójimo, siendo conscientes que nuestra lucha no es contra sangre ni carne sino contra las potestades de maldad (Ef. 6:12). La verdad en amor es el camino que la Iglesia debe seguir en el siglo del postcristianismo, la postverdad y la postmodernidad.

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