Por Miguel Ángel Alcarria

El siglo XXI se caracteriza por un nuevo género de ingeniería, la ingeniería social. Jamás en la historia, la sociedad ha sido moldeada a la velocidad que lo ha hecho en las últimas dos décadas. Las modas, las subculturas y los diferentes movimientos sociales contemporáneos, lejos de ser fruto de la casualidad, responden a un proyecto de transformación social bien elaborado. A dicho plan social lo hemos denominado postmodernidad.

La postmodernidad busca la reestructuración de la cultura y, por ende, de la sociedad. Y, aunque el fenómeno lleva impulsándose desde hace unos 50 años, iniciándose con el movimiento de mayo de 1968 en París, la Iglesia no ha tomado conciencia de los efectos que podía tener las reivindicaciones sexuales y sociales de este movimiento hasta hace relativamente poco.

Por Pedro Delgado

1 Pedro 3:13-16 “¿Quién podrá hacerles daño, si ustedes siguen el bien?  ¡Dichosos ustedes, si sufren por causa de la justicia! Así que no les tengan miedo, ni se asusten.  Al contrario, honren en su corazón a Cristo, como Señor, y manténganse siempre listos para defenderse, con mansedumbre y respeto, ante aquellos que les pidan explicarles la esperanza que hay en ustedes.  Tengan una buena conciencia, para que sean avergonzados aquellos que murmuran y dicen que ustedes son malhechores, y los calumnian por su buena conducta en Cristo”.

La Iglesia de Jesucristo en el mundo entero se está enfrentando con una serie de embates: posturas políticas, nuevas leyes, ideologías, ante lo cual, probablemente, no se encuentra preparada para responder estratégica y asertivamente. Ante tal sacudida lo que las diferentes iglesias locales han hecho, es reaccionar con enojo, con incredulidad, con pánico y hay aun quienes buscan estiran forzadamente su concepto de gracia, tratando de ser políticamente correctos. Pero ¿Qué es lo que Dios demanda de cada uno de nosotros, como sus siervos, como sus hijos, como aquellos que hemos sido redimidos y llamados a la santidad? Dios no puede ser burlado, ni por una serie de argumentaciones personales, ni por posturas políticas engañosamente establecidas. Él viene pronto, y tendremos que responderle cara a cara, cada uno de nosotros, sobre cuál está siendo nuestra respuesta en estos tiempos “de Noé”, de gente burlándose de Dios, acusándonos de retrógradas y malvados, llamando a lo bueno malo y malo a lo bueno, dándose en casamiento y haciendo a un lado el temor de Dios para vivir en un mundo de permisividad, hedonismo y desenfreno, e incluso enseñando así a los más pequeños. ¿Son ellos realmente nuestros enemigos?

Sólo en 1988, cinco de mis amigos pastores del norte de California fueron descubiertos en adulterio. Aunque pueda parecer casi increíble, así es. Por otro lado, los cinco eran hombres piadosos, buenos pastores y tenían esposas guapas y cariñosas.

Todos dejaron sus iglesias y hoy en día sólo uno de ellos ejerce de nuevo el ministerio pastoral. ¿Cuántos más de mis colegas habrán estado o estarán todavía involucrados en relaciones sexuales ilícitas, sin que se les haya descubierto hasta la fecha? ¡Sólo Dios lo sabe!

Estamos sufriendo una plaga de inmoralidad en el terreno del sexo a nivel mundial, incluso entre los cristianos, aunque el problema, naturalmente, ha existido siempre. Basta con echar un vistazo tanto al Antiguo como al Nuevo Testamento para confirmarlo. Y este problema seguirá con nosotros hasta que la carne del creyente sea suprimida en la segunda venida de Cristo. Sin embargo, estamos presenciando dimensiones nuevas e inquietantes de dicho problema en todo el mundo y, especialmente, en los países occidentales.

 Perspectiva histórica: El rechazo a la ética revelada por Dios

Desde una perspectiva histórica humana, la situación que vivimos no es sino el resultado predecible de la Ilustración del siglo dieciocho. El Siglo de las Luces rechazó a Dios y cualquier ética normativa basada en la revelación divina. El individualismo y el progreso humano, fundado en la razón y no en el testimonio de Dios, así como un compromiso total con la ciencia naturalista, socavaron la fe religiosa y, particularmente, la cristiana. Todo fundamento objetivo de moralidad fue desechado, haciéndose aceptables cuantas cosas gustaran a los seres humanos, o fueran consideradas como importantes para sus vidas, siempre que no dañasen directamente a otros.

La Ilustración engendró a su vez a esos trillizos que son el naturalismo, el humanismo y el materialismo. Estas cosmovisiones rechazan la realidad objetiva de lo sobrenatural, o por lo menos toda participación en la vida humana de lo sobrenatural que pudiera existir, y afirman la capacidad del hombre para realizarse por sí mismo mediante la razón (racionalismo) y el empirismo del método científico (cientifisismo). Lo único que existe es el mundo natural (naturalismo) y, por lo tanto, el hombre está solo en su universo (ateísmo).

Del naturalismo, el humanismo y el materialismo ha surgido el nihilismo: la opinión de que todo valor o creencia restrictiva tradicional carece de fundamento. No hay base objetiva para la verdad, sobre todo para la verdad moral. El nihilismo lleva inevitablemente a la conclusión, consciente o inconsciente, de que la existencia humana no tiene ningún significado objetivo y que podemos vivir para nuestra satisfacción personal como única realidad. El lema del nihilismo es: «Si te agrada, hazlo».

Ya sea descaradamente, sobre todo a través de muchas instituciones educativas, o de un modo encubierto, principalmente por los medios de comunicación, se está condicionando a la generación adulta actual y a la juvenil emergente para que crean que las únicas limitaciones a la sexualidad son el consentimiento de los protagonistas y las precauciones contra los embarazos indeseados y las enfermedades.

«¡Somos seres sexuales!», se afirma, «¿Por qué no debería permitirse a las personas que consienten en ello tener actividad sexual tan pronto como son capaces de desearla?»

Como consecuencia de esta manera de pensar, la iglesia, que se supone debe cambiar el mundo, está siendo cambiada por este último. Ya en 1959, A. W. Tozer escribía:

El período en que vivimos puede muy bien pasar a la historia como la Edad Erótica, debido a que el amor sexual se ha elevado a la categoría de culto. Eros tiene más adoradores entre los hombres civilizados de nuestros días que ningún otro dios. En el caso de millones de personas lo erótico ha desplazado por completo a lo espiritua[ … ] Las lágrimas y el silencio podrían ser mejores que las palabras si las cosas no estuvieran del todo como están. Pero el culto a Eros está afectando seriamente a la Iglesia. La religión pura de Cristo, que fluye como un río cristalino del corazón de Dios, se contamina con las aguas sucias que chorrean de detrás de los altares de abominación que se alzan en todo monte alto y bajo todo árbol verde desde Nueva York hasta Los Angeles.

Randy C. Alcorn, cuyo libro Christians in the Wake of the Sexual Revolution [Cristianos en el renacer de la revolución sexual] contiene esta cita de Tozer, dice a su vez:

En la época neotestamentaria, la pureza sexual del pueblo de Dios trazaba una clara línea divisoria con el mundo no cristiano. Y antes de la revolución sexual, lo mismo podía decirse en buena parte de la Iglesia en América. Pero las cosas han cambiado de forma radical. En su libro Flirting with the World [Flirteo con el mundo], John White saca esta seria conclusión: «La conducta sexual de los cristianos ha llegado al punto de no distinguirse de aquella de los que no lo son[ … ] En nuestra conducta sexual, como comunidad cristiana, estamos en el mundo y somos del mundo».

Para corroborar la afirmación de White, Alcorn recurre a una encuesta Gallup de 1984 que reveló que los miembros de iglesia y los que no lo eran se comportaban del mismo modo en cuestiones morales tales como la mentira, el engaño, el hurto y … el sexo; y saca esta triste conclusión:

Cada vez resulta más difícil discernir dónde termina el mundo y donde empieza la Iglesia[ … ] Como la rana a la que se hervía elevando la temperatura grado a grado hasta la muerte, muchos hogares cristianos han ido perdiendo gradualmente la sensibilidad hacia el pecado sexual. El resultado era predecible: la inmoralidad está más extendida entre los creyentes que en ninguna época pasada.

Sexualidad humana normal y triunfo sobre la lujuria

Soy un hombre común con una sexualidad masculina normal y me he dado cuenta de que las tentaciones sexuales no han disminuido ni siquiera un poco para mí desde que cumplí los cincuenta. Solía pensar que cuando fuera mayor, en cierta forma, la sexualidad disminuiría, y que sería capaz de andar por la playa rodeado de mujeres con sus escasos trajes de baño sin que ello produjera ningún efecto sobre mí. He descubierto que no es así.

Hace años estaba dando un estudio bíblico a algunos de nuestros misioneros más jóvenes sobre 1 Timoteo 6.11 y 2 Timoteo 2.22, donde el apóstol Pablo nos exhorta diciendo: «Huye de estas cosas» … «huye también de las pasiones juveniles».

Naturalmente tuve que mencionar la lujuria, y de repente me acordé que había entre nosotros un anciano de ochenta años o más. Como estábamos en un ambiente informal, me detuve y dije: «Espero con impaciencia el día en que tendré la cabeza cana como nuestro hermano y no habré de preocuparme por la concupiscencia sexual».

Todos rieron menos el hermano en cuestión. Y antes que pudiera continuar, levantó la mano pidiendo permiso para hablar y dijo: «Joven, ese problema le seguirá toda la vida».

Nuevamente todos se echaron a reír. Menos yo. Creía verdaderamente que «ese problema» desaparecería con la edad. Ahora que tengo el pelo cano sé lo que aquel hermano quería decir. «El que haya nieve en el tejado no significa que no haya fuego en el hogar».

No obstante, en Cristo tenemos victoria sobre la lujuria y las fantasías sexuales. No hay razón para vivir en una semiesclavitud mental y emocional a los deseos carnales ni siquiera en esta era de exhibicionismo sexual.

Cuando el apóstol Pablo dijo que huyéramos de esas pasiones, quería decir exactamente eso: los hombres no pueden exponerse a la desnudez o semidesnudez femenina sin experimentar alguna forma de estímulo sexual. ¿Cuál es la solución? Simplemente esta: Apartarnos lo más posible de esa clase de exposición erótica.

Esto requiere autodisciplina, especialmente en lo relativo a nuestros hábitos de lectura y al tipo de programas de televisión y a los videos que miramos. Sabemos cuáles son las revistas, los libros y los programas que contienen fotografías, relatos y artículos sexualmente estimulantes, y debemos negarnos a comprarlos, leerlos o mirarlos. Hemos de recordar que el peligroso hábito de mirar, leer, comprar y codiciar aquello que no conviene conduce a menudo a matrimonios frustrados, hijos perturbados, interrupción de la comunión con Dios y vergüenza ante un mundo que espera que los cristianos lleven vidas de pureza sexual.

 Una doble moral

La Biblia enseña una doble moral. Hay una norma muy elevada para los cristianos en general y otra todavía más alta para los líderes.

Martín Lutero dijo en cierta ocasión: «Representar a Dios ante los hombres no es cosa menuda». Esto significa ser un líder cristiano. ¿Acaso no es lo mismo que quiso decir Santiago al escribir: «Hermanos míos, no os hagáis maestros muchos de vosotros, sabiendo que recibiremos mayor condenación» (Santiago 3.1)? A aquellos de mis lectores que son dirigentes cristianos o aspiran a serlo, les digo: Dios exige más de ti y de mí que de aquellos a los cuales nos llama a guiar. Debemos calcular el costo. No hemos de aspirar al liderazgo cristiano a menos que estemos dispuestos a morir al yo, a los deseos de la carne y a la vanagloria de la vida (1 Juan 2.15-17).

Si eres esclavo de algún tipo de pecado sexual, permanece fuera del liderazgo cristiano hasta que tengas seguridad de victoria sobre tu problema. La idea de que cuando seas pastor, evangelista, maestro de la Palabra, misionero u otra cosa parecida, podrás obtener la victoria y la vida santa que anhelas, es un engaño para contigo mismo, una completa ilusión. La guerra contra la carne, el mundo y Satanás sólo se intensifica cuando uno se convierte en dirigente cristiano.

Debemos aceptar las responsabilidades del liderazgo espiritual. Las batallas no se ganan en el púlpito, en la plataforma o en el podio, sino en lo secreto, donde nadie nos ve.

¿Qué haces con tu vista? ¿Tus manos? ¿Tus pies? ¿Tu mente? ¿Tu imaginación cuando nadie te observa? Ningún líder cristiano cae en el pecado sexual sin que primero lo haga en su mente y sobre todo cuando nadie lo mira.

Naturalmente que existe el perdón. Eso se da por sentado. Dios siempre perdona a sus líderes caídos, incluso si han deshonrado su nombre. Pero piensa, mientras todavía tienes control sobre tu mente, tus emociones y tu cuerpo, la vergüenza que traerás sobre Dios, sobre ti mismo, tu familia y la iglesia en todo el mundo con tus egocéntricas acciones. Si no puedes estar a la altura de las exigencias y de las normas morales del ministerio, sal de él. Ese no es tu lugar. Ya conoces la expresión: «Si no puedes soportar el calor, quédate fuera de la cocina».

Mi íntimo amigo y colega, el conocido evangelista y maestro de la Palabra Dr. Luis Palau, advierte vez tras vez a los dirigentes cristianos contra la tendencia a las «actividades dudosas».

A menudo los líderes cristianos tratan de permitirse cuanto pueden en el límite mismo de la inmoralidad. Tal vez no se vayan con una prostituta ni tengan una aventura amorosa, pero miran materiales pornográficos. Ven películas en las habitaciones de los hoteles que se avergonzarían de presenciar en sus casas junto a sus esposas. Miran, e incluso tocan y acarician, hasta el punto de estimularse sexualmente, pero frenan en seco ante la inmoralidad abierta. Esas cosas son pecado y no caben en la vida del siervo de Dios.

Las consecuencias del pecado sexual para los líderes

Durante los años que estuve dedicado plenamente a la enseñanza en la Universidad Biola, por desgracia se produjeron algunas caídas en el pecado sexual de profesores varones con sus alumnas. En un mismo año, dos de aquellos sucesos sacudieron al cuerpo docente. Los dos hombres eran amigos míos y ni yo ni el resto de mis colegas habíamos tenido la más mínima sospecha.

A Loretta, mi esposa, le cuesta trabajo aceptar esta clase de inmoralidad de parte de los dirigentes cristianos. Es tan pura de corazón y tan absolutamente sincera y comprometida con el Señor, con las normas bíblicas, con un estilo de vida santo y conmigo como marido y amante, que siempre se deprime cuando ve a los líderes espirituales caer en el pecado sexual.

Después de los incidentes mencionados, me dijo: «Querido, tengo que hacerte una pregunta. No la tomes como muestra de desconfianza, pero he de planteártela. Y empezaré con un comentario acerca de las “chicas” de Biola, como tú las llamas, que asisten a tus clases. Tú eres muy afectivo, como hombre y como profesor, y las consideras “chicas”, como a tus dos hijas; pero ellas no son tus hijas, ni tampoco chicas, sino mujeres plenamente desarrolladas.

»Debes tener mucho cuidado cuando las aconsejas, y recordar que muchas de ellas están solas y hambrientas de cariño. Otras no han tenido en su vida el modelo de un hombre y pueden trasladar a ti su necesidad de intimidad con un varón mayor, llámalo figura paterna si quieres, la cual puede convertirse en una relación sexual sin que os deis cuenta ellas o tú.

»Y aquí viene mi pregunta: ¿Cómo puedo estar segura de que no tendrás tratos con alguna de ellas o con ninguna otra mujer en tus constantes viajes? Nadie sospechaba de tus dos colegas hasta que los descubrieron. ¿Qué me dices de ti?» Que de mi tierna, dulce y callada esposa, viniera aquella interrogante fue como una bomba, y aunque su franqueza me sobresaltó, era una pregunta que tenía que hacer. Al contestarla, le expliqué cómo trato con esta cuestión mientras llevo a cabo mi ministerio.

No es algo acerca de lo cual me mantenga pasivo. Se trata de un peligro constante al que he tenido que hacer frente muchas veces; desde que comencé mi ministerio itinerante hace más de veinte años, cuando sólo tenía diecinueve. Podría haber caído en el pecado sexual en multitud de ocasiones. Las oportunidades se presentaban entonces y aún las hay.

«Primeramente», le dije a Loretta, «sé que si cayera en el pecado sexual mi relación con Dios se rompería, y aunque me perdonara, dicha relación jamás volvería a ser igual.

»¿Cómo podría venir delante de Dios sabiendo lo que he hecho? Ahora mi corazón es demasiado sensible en su presencia. No puedo soportar que ninguna nube se interponga entre los dos. Un pecado sexual socavaría todo aquello sobre lo que he construido mi vida espiritual. ¿Acaso me sería posible orar? ¿Cómo podría tener comunión con Él después de haberle traicionado de ese modo?

»En segundo lugar, en mi caso tendría que dejar el ministerio. Para otros quizá no sea así, pero sí para mí. No podría ponerme delante del pueblo de Dios o de los inconversos y predicar algo que no es verdad en mi vida.

»Lucho con el pecado como todos; pero el pecado sexual es siempre algo premeditado. En todas las ocasiones existe un punto en el que un hombre puede resistir y escapar de la incitación sexual. Nadie cae en pecado sin que el mismo no haya flotado en su imaginación antes de que la oportunidad de convertirlo en experiencia física se presentara.

»Eso es hipocresía. ¿Acaso puedo yo enseñar acerca del tiempo en la guerra espiritual si no estoy andando en victoria? ¿Cómo me es posible predicar sobre la santidad si no llevo una vida santa?

»En tercer lugar, te quiero de veras y no tendría valor para presentarme delante de ti, mi esposa, si hiciera algo tan terrible. ¿Cómo podría mirarte a los ojos, tomarte en mis brazos y darte y recibir de ti un amor íntimo después de haber codiciado a otra mujer o mantenido relaciones sexuales con ella? Me conoces tan bien que sabrías que tal cosa había sucedido antes de decírtelo yo. Además, te quiero tanto que se me hace mucho más fácil huir de la mujer extraña.

»En cuarto lugar, ¿cómo podría enfrentarme a mis dos encantadoras hijas? Si les fallara como ejemplo de padre piadoso y moralmente puro, ¿sería capaz de volver a relacionarme con ellas con una conciencia limpia?

»Lo mismo se aplica a nuestros dos hijos. ¿Acaso puedo ayudar ejerciendo una influencia en su vida moral dentro de nuestra inmoral sociedad a menos que ejemplifique para ellos una vida de victoria sobre las tentaciones sexuales? Y esto es válido también para nuestros nietos».

Desde aquel día, Loretta no ha vuelto nunca más a suscitar la cuestión. Como dijo entonces, necesitaba oírmelo decir para quedarse verdaderamente tranquila. A partir de ese momento me ha ayudado a aconsejar a muchos hombres y mujeres que han roto sus votos matrimoniales. Ella sabe que todos llevamos la carne pecaminosa en nuestros cuerpos mortales y que somos capaces de fallar, pero está en paz encomendándome al Espíritu Santo que ha hecho de mi cuerpo su santo templo. Es también a Él a quien yo mismo me encomiendo.

Si elegimos participar en la contaminación sexual del pensamiento, ello puede conducirnos, y generalmente lo hace, a algún tipo de atadura, incluso demoníaca. La Figura 17.1, «La secuencia del pecado» ilustra de qué manera las malas decisiones son susceptibles de producir ataduras.

Tal vez piense que jamás caerá en la inmoralidad. Todos los cristianos comprometidos deberían pensar lo mismo, como le sucedía a aquella joven cuya historia apareció en la revista Decisión de enero de 1988. Confío en que este relato servirá como una seria advertencia acerca de lo vulnerables que somos a la tentación sexual tanto de mente como de cuerpo. El artículo, escrito por Maureen Grant, se titula «I Was Not Immune» [Yo no era inmune]:

Nuestros vecinos de al lado se iban a separar. Elaine había tenido una aventura amorosa con alguien que conoció en su trabajo. Dos hogares se habían roto, y cuatro vidas no volverían a ser las mismas.

«Bueno», le dije simplemente a mi marido, al menos no tendrás jamás que preocuparte de que tu mujer te sea infiel». Nada había entonces más lejos de mi mente que la infidelidad. Pensaba que por ser cristiana estaba a salvo de cualquier tentación. ¡Nunca podría ocurrirme algo semejante! Poco me imaginaba que unos meses después me enfrentaría a una de las tentaciones más fuertes que jamás me habían sucedido en mis diez años de creyente.

Doug, un compañero de la oficina, y yo empezamos a tomar un café juntos de vez en cuando. Me aseguré que no había nada malo en aquellas «citas», se trataba sólo de un colega cuya compañía me agradaba, no obstante comencé a notar con cuánto interés esperaba los encuentros con él. Los muchos cumplidos que me hacía reforzaban mi ego, y pronto me vi haciéndole partícipe de mis problemas personales y revelándole confidencias que sólo hubiera debido expresar a mi marido.

Antes de advertirlo una fantasía había empezado a desarrollarse en mi mente. Al principio era sólo algo ocasional, pero llegó un punto en el cual todos mis pensamientos giraban en torno a aquel hombre y comencé a ensayar mentalmente los detalles de una aventura amorosa con él. La fidelidad hacia mi marido me parecía aburrida en comparación con la agradable relación que podía mantener. Para aumentar la tentación, Doug sugería que nos viéramos fuera de las horas de trabajo.

Luché con sentimientos contradictorios. Quería seguir con aquella relación y también permanecer fiel a mi esposo. Hasta que por último me confesé a una amiga cristiana.

Su consejo fue franco: «Apártate de la causa de la tentación». Citando un versículo de la Escritura, añadió: «”Vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar”. Resiste a Satanás a toda costa».

¡Qué necia había sido al pensar que el hecho de ser cristiana me hacía de alguna manera inmune a la tentación! Acepté su consejo, aunque ello implicaba cambiar de trabajo. Sabía que me sería difícil no responder a las atenciones de Doug.

Enseguida me di cuenta que necesitaba cambiar mis hábitos de pensamiento. Una aventura amorosa tiene lugar en la mente mucho antes de que realmente ocurra. En la Palabra de Dios leemos: «La concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte». Aunque se precisaba autodisciplina, cada vez que un pensamiento lujurioso me pasaba por la mente no dejaba que se demorara allí.

¿Cómo estaba empleando mis horas de ocio? Pensé en las malas novelas que leía y en los melodramas que veía en la televisión, cuyos personajes saltaban de un amor a otro sin sufrir aparentemente ninguna mala consecuencia. ¿Qué sentido tenía aquel tipo de diversión para una hija de Dios?

Me recordé a mí misma un versículo de Filipenses que decía: «Todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad».

Durante el tiempo que empleaba corrientemente para ver la televisión, comencé a hacer un estudio bíblico, cosa que había descuidado. Los versículos que leía me proporcionaban fortaleza espiritual, algo a lo que recurría cuando era tentada.

Examiné mi relación con mi esposo. ¡Con demasiada frecuencia no nos habíamos hecho mucho caso! Me recordé a mí misma que mi marido era un regalo del Señor y decidí convertir nuestro matrimonio en la relación más importante de mi vida.

No me atrevo a pensar en el rumbo que hubiera podido tomar mi vida de haber seguido mis deseos egoístas. ¡Qué importante es que hagamos nuestra la sabiduría de Efesios cuando dice: «Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo!»

 Figura 17.1

secuencia del pecado

La secuencia del pecado (Una sucesión ordenada e ininterrumpida)

Hace algunos años me invitaron como principal orador a un centro cristiano de conferencias, y durante la sesión de enseñanza matutina hablé sobre «La guerra espiritual como una lucha multidimensional contra el pecado». Luego, en una de las sesiones de la noche, enseñé acerca de la posibilidad de actividad demoníaca en las vidas de cristianos atados por la inmoralidad sexual hasta el punto de la adicción.

Después de aquella última sesión me tomé un tentempié tardío con John, el director del campamento.

«Ed», me dijo John, «después de escuchar tus charlas de hoy tengo alguna idea de cuál puede ser el problema en la vida del pastor del cual yo era adjunto antes de venir aquí. Por lo que has estado enseñando, sospecho que ese pastor está endemoniado».

«Nunca digo que el problema de una persona es resultado de una demonización parcial a menos que entre realmente en contacto con los demonios que pueda haber en su vida», le respondí. «Si estás dispuesto a tener eso en cuenta, yo lo estoy a escuchar tu relato. Puedo ver que te preocupa mucho ese ministro».

«Yo era pastor adjunto en su iglesia», expresó, «una de las más grandes y de crecimiento más rápido de la ciudad por aquel entonces, y probablemente todavía. La gente se convertía a Cristo cada semana durante los cultos. Es un pastor que predica verdaderamente la Palabra de Dios.

»Cierto día vino a pedirme consejo una mujer joven, casada. Tenía el corazón destrozado. Había tenido una aventura amorosa y Dios le había dado tal convicción de pecado que ya había roto con ella y venía a pedirme ayuda.

»Ministré a la mujer con la Palabra de Dios, asegurándola del perdón divino y orando con ella. Por último, después de una de las sesiones, me dijo: “Pastor, lo peor de todo este asunto es que la persona con la cual he tenido relaciones es nuestro pastor principal”».

John se quedó sin habla. Al principio pensó que la mujer mentía; que quizá se había encaprichado con el pastor y al no ser correspondida en sus flirteos había decidido hacerle daño. Pero cuanto más hablaba con ella tanto más se convencía de su sinceridad.

En el transcurso de los meses desde aquella sesión de consejo, varias mujeres más vinieron a verle con la misma historia: todas habían tenido líos amorosos con el pastor principal. John investigó cuidadosamente cada caso, pues necesitaba pruebas irrefutables con las cuales confrontar al pastor. Este poseía un carácter fuerte y John sabía que su propio ministerio peligraba si negaba los cargos. Con el tiempo reunió toda la evidencia necesaria, y había varias mujeres dispuestas a comparecer ante el pastor junto con él y con otros líderes de la iglesia.

John decidió hablar primero a solas con el ministro, como enseña la Escritura. La reunión fue muy desagradable. Negó las acusaciones y John tuvo que preguntarle si estaría dispuesto a repetirlo en presencia de las mujeres. Pero él se negaba a comparecer ante ellas.

«Me encontraba en una situación delicada», continuó John. «De haberse tratado sólo de una mujer las cosas hubieran sido distintas. Hubiera podido resultar una acusación falsa. Aunque parezca increíble, antes de dejar la iglesia había hablado aproximadamente con treinta mujeres con las cuales el pastor había tenido relaciones sexuales a lo largo de los años, y puesto que se negaba a confrontar cara a cara a ninguna de ellas di por sentado que era culpable.

»A continuación, siguiendo el procedimiento bíblico, llevé el asunto a los ancianos de la iglesia. Se enfurecieron conmigo. Dijeron que Dios estaba bendiciendo a la congregación bajo el liderazgo del pastor y por lo tanto aquellas historias no podían ser ciertas.

»Les rogué que al menos examinasen el asunto, pero se negaron categóricamente a ello. Estaban seguros de que la gente no se estaría convirtiendo, ni la iglesia creciendo tan rápidamente, si el pastor no fuera un hombre santo.

»Luego me llegó el golpe final: los ancianos dijeron que debía abandonar la iglesia por estar difundiendo chismes maliciosos.

»No tuve más opción que dimitir. El pastor aún está allí y la iglesia sigue creciendo. Después de escuchar tu enseñanza de esta semana empiezo a preguntarme si su problema no tendrá una dimensión demoníaca».

Naturalmente no había manera de que yo pudiera juzgar basándome sólo en aquella historia. Incluso si existiera una fuerte vertiente demoníaca en su desenfreno sexual, aquel pastor era aún responsable de sus actos. Estaba escogiendo andar en la carne en esta área de la inmoralidad. El pecar o no es decisión de la persona.

Artículo tomado del sitio web: Embajada del reino de los cielos