Testimonio: David Álvarez

A menudo trata­mos de imaginar cómo vendrá nuestra sani­dad.  Esperamos que un profeta de Dios diga nuestro nombre en una conferencia multitudinaria y que seremos sa­na­dos en una forma milagrosa.  O quizá iremos a una reu­nión de avivamiento y seremos «muertos en el Espíritu», y nunca más volve­remos a experi­men­tar nuestro problema de pe­cado.  ¿Quién imagina a Dios con­tinuando el proceso de sani­dad y perdón en un hermoso día de verano en un par­que?

Esta fue mi experiencia un día mientras leía un li­bro y disfrutaba la calidez del sol.  A lo lejos podía oír las voces de los niños jugando.  Cansado del libro, comencé a ver a dos chi­cos respondiendo a los lanzamientos de pelota de béisbol que su padre hacía.  El mayor no tenía ninguna dificultad en golpear la pelota, pero el más joven luchaba por conseguirlo.  El palo era demasiado pesado para poder controlarlo y giraba muchas veces antes de poder golpear la pelota.  Cuando lo lograba, la alegría que le sobrecogía era eléctrica y corría alrededor de bases imaginarias y se barría hacia la base inicial.

Sin embargo, aunque yo me deleitaba con el éxito del chico, comencé a llorar.  Una ira surgió repentinamente contra Dios y contra mi padre.  Estaba confundido por la fuerza de mis sentimientos y mi primera respuesta fue «ya he tratado con este asunto en mi vida» (una respuesta muy común que se escucha en la gente).  ¿Qué era esta reacción que estaba tenien­do?  ¿Cómo iba a responder a ella?  En silencio le pregunté al Señor, «¿Qué es esto que es­toy sintiendo?»  Él me reveló la ira que tenía hacia Él por no darme un padre como el padre de esos dos chicos.  Me había percatado de que cuando el más pequeño no podía respon­der a los lanzamiento cautelosos de su padre, éste comenzó a lanzar la pelota con más cuidado.  Cuando se dio cuenta que eso no resultaba, se acercó aun más casi tirando a las rodillas y lanzando con ligereza la pelota de tal forma que el chico pudiera tomar ventaja.  Fue duro para mí relacionarme con ese amor, paciencia y misericordia.  Yo nunca había co­nocido o experimentado este tipo de cuidado por parte de mi padre.

EL ABUSO DEL PADRE

Cuando pregunté al Señor más tarde, Él me reveló lo profundo del odio hacia mi padre porque no había sido capaz de modelarme, hablarme o darme vida de esa manera.  Si yo hubiera estado en el parque con mi papá, él habría tirado la pelota tan fuerte como fuera posible.  Si yo hubiera fallado en hacer contacto con la pelota, me habría gritado iracundo

«¡agarra bien ese palo!».

Si hubiera seguido fallando me habría gritado

«¡eres un debilucho, no le tengas miedo a la pelota!» o «¡jamás podrías llegar a jugar profesionalmente porque eres un perdedor!».

Entonces yo habría comenzado a llorar y mi padre me habría dado una bofetada para callarme y decirme que sólo los «maricones» lloran.  Diría eso de tal forma que me habría sentido físicamente apuñalado.  Una vez que hubiéramos llegado a casa me habría avergonzado frente a la familia entera a la hora de la cena.  ¿Pueden imaginarse a mi padre en mi primer juego de la pequeña liga de béis­bol?  Una parte de mí se pregunta; «¿Cómo es que pude sobrevivir?»

Afortunadamente, sobreviví durante todo ese tiempo, y créanme, tomaría la sanidad de cualquier forma en que Dios hubiera querido dármela.  Eso no fue siempre así, porque hace varios años me imaginaba a Dios como un tirano, lleno de ira, sin amor ni misericordia.  Tal sen­timiento me hacía rechazarlo o avergonzarme de buscar Su consuelo, me volví a los brazos de una y otra persona.  Podrán imaginarse.  Estaba buscando que otros me dieran algo que sólo Dios podía proveer. 

«Porque dos males ha hecho mi pue­blo: me dejaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no retienen agua».

Jeremías 2:13

Este fue mi pecado mientras iba de una a otra persona tratando de encontrar «agua viva» en vasijas secas y vacías.  Como diría mi pastor

«¡Con qué frecuencia lo que parece ser un oasis es realmente sólo un espejismo!»

NECESITANDO CONOCER EL AMOR

Mediante momentos de oración y de quedarme calladamente delante del Señor, Él me reveló dónde necesitaba buscar bienestar.  Ese bienestar vendría a través de una relación con Él.  Aunque tenía un conocimiento de Dios, realmente no lo conocía.  Pablo ora en Efe­sios:

«…para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de Él».

Efesios 1:17

En Efesios Pablo ora una vez más:

«…a fin de que arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios».

Efesios 3:17-19

Cuando hice una decisión por Cristo hace más de 20 años, supe en mi corazón que lo necesitaba.  Lo que también necesitaba saber y creer era que Él me amaba.  A través de muchas relaciones dependientes enfermizas la única frase que no pude oír lo suficiente fue «te amo».  Estoy seguro que esto proviene de un historial de no haber escuchado de mis padres que me amaban, y de no haber tenido demostraciones tangibles de ese amor.  Privación de amor sería el diagnóstico.  La cura vendría mediante una continua relación con el Señor, y fomentando relaciones segu­ras y santas en las cuales mis necesidades emocionales serían aceptadas en amor y no criti­cadas.

EL PODER DE LAS PALABRAS

Durante muchos años, las palabras de mi padre tuvieron un poder tremendo sobre mí.  Su abuso verbal y emocional me dio un nombre equivocado durante años.  A la más insigni­ficante señal de fracaso, aquellas palabras reforzaban mi creencia en mí mismo como un fra­caso.  Incapaz de completar cosas, debido al temor al fracaso, estaba probándole a mi padre que era justamente como me había calificado.  Maltratado y herido, traté durante años de aliviar mis heridas «actuando» para otros, incluyendo a Dios.  Pero vez tras vez Él se mostró a mí, hasta que fui capaz de comenzar a comprender qué ancho, largo, alto y profundo era Su amor.  Dios comenzó a llenar mi profunda hambre de amor y afirmación.  Gradualmente la imagen que tenía de Él cambió y las falsas palabras que mi padre me había hablado perdieron su poder.  Comencé a vivir como alguien redimido por Cristo, ya no más bajo la condenación de las palabras de mi padre.  En una unión íntima con mi Padre Celestial, encontré sanidad.

Esto no sucedió de la noche a la mañana, pero mientras me acercaba más a Dios, co­mencé a recibir su amor, gracia, misericordia y perdón; y lo mejor de todo, Su paciencia.

El concebir a Dios involucró un compromiso voluntario de mi parte.  El abuso de mi padre me hirió emocionalmente de tal forma que le temía a lo que más necesitaba —al amor.  El no conocer a Dios y la incapacidad de recibir de Su amor me impedía amar a otros en una forma correcta.  Para ser un imitador, un reflector de Su amor, misericordia y bondad, necesi­taba conocerlo personalmente.  Esto solamente es posible mediante una relación profunda con Él.

Me doy cuenta por muchos de nosotros que la intimidad con Dios no se da de una forma fácil.  Dios conoce las frustraciones en nuestro intento de conocerlo.

«Dios sabe perfectamente bien lo difícil que nos es amarlo más de lo que amamos a cual­quier otra persona o cosa, y Él no va a enojarse mientras estemos intentándolo.  Y nos ayu­dará».

C.S. Lewis

Nos ayuda, Él hace camino, un camino para que entremos en un lugar más profundo de sanidad a través de una profunda relación con Él.

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Traducción: Oscar Galindo