Tocando lo intocable: Una historia sobre SIDA

Tocando lo intocable: Una historia sobre SIDA

Era el 25 de marzo de 1986 — un día que nunca olvidaré. Toda Heidelberg, Alemania, estaba cargada de vida aquel día con el fresco resplandor de la primavera.

Esa tarde me había escapado temprano del trabajo, así que me cambié apuradamente de mi uniforme del ejército a la libertad de la ropa de civil. Al salir de mis barracas, mi Primer Sargento me detuvo y me dijo que debía llamar al hospital sobre unas pruebas que me habían hecho poco tiempo atrás. Me sentí extrañamente aprensivo. ¿Por qué me llamaban del hospital ahora?

Dos meses antes, me había sometido a un examen físico en preparación para mi salida del ejército, pero todo había dado normal. Al marcar el número del hospital, mi corazón latía violentamente. Balbuceando las palabras, dije, “Estoy devolviendo su llamada.”

Las palabras retumbaron en mis oídos como agua cayendo por una cascada. “Encontramos algo anormal en su prueba.”

Vacilé, haciendo una pausa. “¿Qué quiere decir?”

“Su prueba de sangre dio positivo. Queremos que venga de inmediato.”

Aturdido, colgué la bocina. Me temblaban las manos. Era como si el mundo se hubiera acabado.

Durante los años en que había llegado un estilo de vida “gay”, el SIDA había estado colgando sobre mi cabeza como un hacha listo a caer en cualquier momento. Apenas dos semanas antes, un amigo me había confesado que le había resultado positiva una prueba de VIH. Pensé ahora en lo que había sentido entonces. Había sentido lástima por él, pero ante todo me había sentido increíblemente aliviado. No se trataba de mí.

Bueno… ahora sí.

El momento que supe que estaba infectado de SIDA, me penetró en la mente un versículo:

“Dios lo hace caminar a ciegas, le cierra el paso por todos lados. Los gemidos son mi alimento; mi bebida, las quejas de dolor. Todo lo que yo temía, lo que más miedo me causaba, ha caído sobre mí. No tengo descanso ni sosiego; no encuentro paz, sino inquietud.” (Job 3:23-26)

LOS PRIMEROS MESES

Nueve meses antes había abandonado el estilo de vida gay y había comenzado a caminar en la dirección deseada por Dios. Estaba creciendo más y más en mi fe cristiana — así que ¿cómo podía estarme pasando esto? ¿Cómo podía Dios permitir que esto me sucediera? Me sentía traicionado, destrozado y rechazado por el Dios a quien quería amar.

Me sentí consumido por el temor.

En esos primeros meses de intentar enfrentar el SIDA, me despertaba cada mañana pensando que quizá todo había sido una pesadilla. Pero entonces la realidad irrumpía bruscamente.

“Dios,” oraba, “por favor, sólo déjame vivir hasta el otoño.”

Llegaba el otoño y luego le rogaba que me dejara vivir hasta la primavera. Aunque quería vivir, no tenía sueños para el futuro. Era como si todo lo que tenía por delante había sido borrado. Lo único que quedaba era oscuridad.

Quería señalar con el dedo a alguien, ¿pero a quién podía culpar? Dios me había estado advirtiendo que dejara la homosexualidad durante años. Quería que alguien me amara y me abrazara, pero en última instancia eso sólo me había traído vergüenza y muerte. Una y otra vez repetía en mi mente las palabras de Romanos 6:23 — “el pago que da el pecado es la muerte.”

De alguna forma, sentía que me merecía esta suerte. Me la había ganado, así que ¿cómo podía acudir ahora ante Dios con mi dolor? El no tenía ninguna obligación conmigo. Luego de luchar toda mi vida con el odio y la repugnancia que sentía hacia mí mismo, el SIDA me parecía una prueba concluyente de que realmente era vil y repugnante. No sólo para mí mismo, sino también para Dios. Ciertamente, éste era mi castigo.

Pero ni siquiera esa negra confusión podía forzarme a rechazar a Dios. La muerte se escondía tras toda puerta y sólo El podía responder a mi necesidad de seguridad y amor. Sólo Dios podía impedir que la oscuridad me abrumara. Dios ya sabía lo peor que podía saberse de mí, y aún así se había comprometido conmigo a través de su Hijo, quien había sufrido la muerte de cruz para que yo pudiera vivir.

Aunque Dios no era culpable de mi pecado, podía identificarse completamente con el rechazo y la desesperación que yo sentía.

Los hombres lo despreciaban y lo rechazaban. Era un hombre lleno de dolor, acostumbrado al sufrimiento. Como a alguien que no merece ser visto, lo despreciamos, no lo tuvimos en cuenta. Y sin embargo él estaba cargado con nuestros sufrimientos, estaba soportando nuestros propios dolores. Nosotros pensamos que Dios lo había herido, que lo había castigado y humillado. Pero fue traspasado a causa de nuestra rebeldía, fue atormentado a causa de nuestras maldades; el castigo que sufrió nos trajo la paz, por sus heridas alcanzamos la salud. (Is. 53:3-5)

EL AMOR NUNCA FALLA

Mucha gente me dice que soy valiente al estar viviendo con SIDA. Me alaban por mi actitud esperanzadora. Esto me recuerda las muchas veces que aplaudimos a personas discapacitadas porque continúan con sus vidas a pesar de las dificultades que enfrentan. Pero creo que la opción de sobrevivir tiene más que ver con el sentido común que con el valor.

Personalmente me identifico más con el cobarde que con el héroe. Soy un cobarde, pero el vivir con SIDA me ha obligado a enfrentar de cara ciertas decisiones difíciles. Cada día debo decidir si dejar que mi dolor me amargue, o si continuar con mi vida y descubrir todo lo bueno que se gana al amar a Dios y a los demás.

Yo escogí lo último.

Pero el tomar la decisión correcta no hace automáticamente más fácil la situación. Con frecuencia me siento dolido y frustrado por las bien intencionadas frases que me lanzan algunos cristianos. El versículo que dice que “Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes le aman” (Rom. 8:28) no necesariamente me alienta en mi hora más difícil. Hay momentos en que una Biblia puesta en tus manos en medio del sufrimiento no sustituye una mano amiga, un abrazo o incluso una lágrima. Las Escrituras son siempre ciertas, pero cuando los creyentes las utilizan para distanciarse del dolor ajeno, causan más heridas, antes que traer sanidad y vida.

Con frecuencia siento que los cristianos sólo me exhortan a ser “más espiritual”. Me dicen que confíe en Dios en todo momento. Pero el confiar en Dios no significa que no sentiré pena y dolor — el llanto de Cristo en Getsemaní prueban eso. Lo que realmente necesito es alguien que escuche mi angustiado llanto. Necesito el amor y la misericordia de Cristo revelados en el rostro de un amigo.

Recuerdo una ocasión en que me encontraba en el hospital y mi pastor vino a visitarme. No me llenó de versículos bíblicos, despidiéndose de la mano y saliendo contento de que había servido a Dios. Más bien, se arrodilló junto a mi cama y me dijo que yo le era importante.

Aquí estaba un hombre que había predicado cuatro veces ese día y que se había detenido a visitarme camino a casa. No era algo espectacular, pero yo lo sentía así. Su bondad me hablaba en voz alta. Me decía: te quiero, y estoy aquí. No estás sólo en esto. Tu enfermedad me duele a mí también. Fue tan reconfortante saber que, de alguna pequeña manera, él compartía mi dolor.

Después de irse mi pastor, sentí la presencia del Señor a mi alrededor. La almohada estaba más suave, el aire más dulce y, por lo menos esa noche, parecía que mi cuarto de hospital estaba en otro sitio. Toda preocupación, pena y dolor me abandonaron al dormir plácidamente en los brazos del Dios que me amaba…

TOCAR A LOS INTOCABLES

¿Pueden comprender que es solamente nuestro amor, expresado con honestidad y sencillez, lo que puede abrir hasta el corazón más endurecido a Dios? El llamado más grande que tenemos como cristianos es de amar a quienes no se consideran dignos de ser amados. El tocar a quienes el mundo considera intocables.

Las personas con SIDA son consideradas intocables. Muchas personas piensan que no pueden alentar o sentir algo por una persona con SIDA, pero eso no es cierto. Se trata simplemente de comprender a esa persona. Todos comprendemos el deseo humano de ser amado, querido, apreciado. Todos sabemos lo que se siente ser rechazado, o lo que significa perder a un amigo o pariente. Y algunos de nosotros incluso sabemos lo que es ver destruidos nuestros sueños para el futuro en un rápido y violento giro del destino.

Necesitamos entender que una persona que vive con SIDA ha sufrido una pérdida increíble. Ha perdido su esperanza en el futuro. Con frecuencia ha perdido el apoyo de sus amistades y de su familia. Por lo general, ha perdido su empleo y debe sufrir constantemente del hecho que su cuerpo le traiciona. Para comprender a esta persona, debemos adentrarnos en nuestro propio dolor, en nuestra propia pena, en esa sensación de pérdida. Esto no es fácil de hacer; sin embargo, sólo al poder acudir al consuelo que nosotros mismos hemos recibido de Dios, podremos ofrecerlo a otra persona. “Alabemos al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, pues él es el Padre que nos tiene compasión y el Dios que siempre nos consuela. El nos consuela en todos nuestros sufrimientos, para que nosotros podamos consolar también a los que sufren, dándoles el mismo consuelo que él nos ha dado a nosotros.”

¿COMO PUEDEN RESPONDER LOS CRISTIANOS?

Durante mi niñez, la cosa más importante que me daba mi padre no era dinero o juguetes o ropa — era él mismo. Yo me sentía de lo más contento cuando él simplemente me daba un momento de su tiempo. Cuando alguien está sufriendo, el regalo más importante que podemos ofrecerle es un amor incondicional, envuelto en un pedazo de nuestro precioso tiempo.

Eso no significa que uno deba necesariamente darle respuestas o consejos. A veces sólo quiero que alguien me escuche al compartir las cosas con las que lucho. Aunque añoro que mi madre y mi padre escuchen y me entiendan, no logro que se detengan el tiempo suficiente para conversar. De modo que el Señor me ha dado amigos queridos dispuestos a escuchar mientras vacío lo que contiene mi corazón.

Recuerden, el dar de nosotros mismos no significa que debamos preparar un sermón de tres puntos sobre por qué la persona con SIDA debe arrepentirse. Les puedo asegurar que esa persona ya sabe lo desesperada que es su situación. Sin embargo, si somos compasivos (sin lástima), misericordiosos, bondadosos y lentos en entrar en ira, entonces quizá nos pregunte sobre la esperanza que llevamos dentro. He escuchado una y otra vez historias de hombres muriendo con SIDA que llegaron a Cristo por la misericordia de algún cristiano interesado que se quedó junto a su cama. “Estén siempre preparados a responder a todo el que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen, pero háganlo con humildad y respeto…” (1 Pedro 3:15)

EL AMOR PRACTICO DE DIOS

Aquí hay un buen consejo en cuanto a cómo revelar el amor de Dios a una persona con SIDA: ¡Sal de lo que es espiritualmente abstracto y céntrate en lo práctico!

Por ejemplo, yo tengo una casa de tres dormitorios que me cuesta mantener en orden. Aunque es genial cuando alguien quiere invitarme a cenar o al cine, lo que realmente necesito es que alguien me lave el piso de la cocina. También está el jardín y la huerta. Es uno de los grandes placeres de mi vida, pero por lo general me siento demasiado débil para trabajar en ellos. Los bordes de írises y lirios pronto se llenarían de hierba mala si no fuese por la ayuda de mis amigos. Saben lo que me significa, así que mientras uno poda el césped y deshierba los arriates de flores, otro da vuelta a la tierra y limpia la huerta.

Las mujeres de mi iglesia con frecuencia me traen comida cuando las ulceraciones en mi boca hacen que el comer se vuelva una tarea dolorosa y ardua, o cuando simplemente estoy demasiado enfermo para cocinar. Me anima tanto su bondad — me revelan el amor de Dios en formas muy prácticas.

Hasta una estadía en el hospital puede convertirse de una experiencia aterradora a un ejercicio de la gracia de Dios. Hace poco tuve que pasar tres días en el hospital, pero durante ese tiempo veintisiete personas fueron a visitarme y el teléfono sonó sin parar! Para cuando salí, todas las enfermeras de la estación sabían quién era yo, por qué estaba ahí y a qué iglesia asistía. Fue realmente una bendición para mí — y un excelente testimonio para el personal hospitalario. Fue como si alguien hubiera colocado un letrero de luces sobre la puerta de mi cuarto de hospital que decía: ¡DE ESTO SE TRATA EL CRISTIANISMO!

Tú puedes asistir a personas con SIDA. Todos lo podemos hacer. Sé sensible a sus necesidades y a su muy limitada energía. Escúchalas y pon de lado cualquier sentido de superioridad que pudieras tener. Recuerda que todos somos pecadores y estamos lejos de la gloria de Dios. (Rom. 3:23)

Recuerda que la homosexualidad es una experiencia de rechazo. La mayoría de homosexuales han sido rechazados por sus familias, amistades, colegas y por la iglesia. En última instancia, sienten que han sido rechazados por Dios. No necesitan ser juzgados — necesitan ser amados. Es completamente posible odiar al pecado, pero amar al pecador. Incondicionalmente.

“¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento?” (Rom. 2:4)

En cierto momento estuve muy involucrado en el estilo de vida gay, y la única razón por la que no estoy en eso hoy es porque alguien compartió el amor de Cristo conmigo. Creo que existe un lugar para hablar del juicio de Dios, pero no es junto a la cama de un pecador moribundo.

Hago eco de las palabras de Mary Slessor, de Calabar: “Nada, creo yo, tocará jamás o levantará a los caídos excepto la compasión. Huyen de los santurrones que se dignan bajar hasta ellos y odian el paternalismo y la lástima. La compasión y la paciencia es lo que les hace falta.”

No lo dudes — tu bondad podría ser lo último que sienta una persona antes de entrar en la eternidad. Sin duda, el amor que compartas con él o ella es de vital importancia.

“Vivan, pues, revestidos de verdadera compasión, bondad, humildad, mansedumbre y paciencia. Tengan paciencia unos con otros…” (Col. 3:12-13)

EL FUEGO PURIFICADOR DE DIOS

El camino por el que transito es muy doloroso. Necesito desesperadamente el amor y apoyo del Cuerpo de Cristo.

Con frecuencia necesito gritar mi confusión. A veces el dolor que siento es como un río que se desborda y al que no puedo controlar. Ansío sentir a Dios. Ansío sentir la seguridad de sus brazos estrechándome. Mi oración es como la oración de David: “¡Porque tú eres mi Dios y protector! ¿Por qué me has alejado de ti? ¿Por qué tengo que andar triste y oprimido por mis enemigos? Envía tu luz y tu verdad, para que ellas me enseñen el camino que lleva a tu santo monte, al lugar donde tú vives. Llegaré entonces a tu altar, oh Dios, y allí te alabaré al son del arpa, pues tú, mi Dios, llenas mi vida de alegría. ¿Por qué voy a desanimarme? ¿Por qué voy a estar preocupado? Mi esperanza he puesto en Dios, a quien todavía seguiré alabando. ¡El es mi Dios y salvador! (Sal. 43:2-5)

No entiendo por qué debo luchar tanto. En ocasiones, mi cabeza lo comprende, pero creo que mi corazón nunca lo podrá. Sé que tiene que ver con la gloria de Dios y mi naturaleza eterna y con el largo camino hacia la santidad — pero a veces todo eso es simplemente demasiado difícil de comprender. Hay momentos cuando me siento tentado a olvidarlo todo, ¿pero a dónde iría? Sólo Jesús tiene las Palabras de vida eterna.

“Por eso no nos desanimamos. Pues aunque por fuera vamos envejeciendo, por dentro nos rejuvenecemos día a día. Lo que sufrimos en esta vida es cosa ligera, que pronto pasa; pero nos trae como resultado una gloria eterna mucho más grande y abundante. Porque no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve, ya que las cosas que se ven son pasajeras, pero las que no se ven son eternas.” (2 Corintios 4:16-18)

UN HOMBRE DE PENAS

En los ojos del mundo, yo sería el hombre más perdido. Aunque mi pecado sexual terminó hace siete años, sigo luchando emocionalmente con la homosexualidad. Tengo SIDA. Tengo parientes que no quieren verme debido a mi enfermedad. Tengo viejos amigos que no quieren hablarme porque abandoné el estilo de vida gay. Mis ingresos son muy limitados debido a la influencia inhabilitadora del SIDA. Físicamente, experimento dolor casi constantemente. A veces todo amenaza con desmoronarse. Me duelen la cabeza y las articulaciones. Mi piel se escama y pela. Tengo infecciones de la piel. Mañana podría tener parásitos en el cerebro. En una semana podría estar muerto.

Siento siempre el dolor de estar bajo construcción. Secciones enteras de mi corazón deben ser demolidas para que Dios pueda hacer espacio para la nueva creación en mí. Duele — y, muy francamente, no siempre me gusta estar bajo reparación.

¡Quisiera que Dios lo terminara de una vez por todas! Pienso en lo afortunado que fue Eustace en el libro “The Voyage of the Dawntreader”, de C.S. Lewis. Aslan, el león, desgarró el pellejo del dragón con un rápido y doloroso tajo de sus enormes garras. ¡Qué Dios arranque de mí esta naturaleza pecadora, limpiándome para no tener nunca más que encararla!

Dios nunca dijo que no sentiría dolor, tristeza y pérdida al emprender este viaje hacia El. Pero sí me prometió que me acompañaría en él. Todo lo que puedo hacer es caer de rodillas en medio de mi frustración y decir, “Dios mío, me arrepiento de mi rebeldía y de mi fracaso en creer la verdad. Te mereces ser alabado y exaltado.”

Durante los últimos años he llegado a darme cuenta que, para mí, el SIDA no es un castigo — es una purificación. Esta enfermedad ha sido una oportunidad para que Dios derrame pródigamente su gracia sobre mí. Y sé que le ofrece la misma oportunidad a todo hombre, mujer y niño que sufre de SIDA.

Dios no me ha abandonado. Más bien, ha llenado mi vida de algo que jamás creí posible. Me ha entregado a sí mismo. La gente me mira ahora y sabe que hay una diferencia — aún cuando no la puedan explicar. Pues bien, esa diferencia es Dios.

Estoy en este camino y no hay forma de dar marcha atrás. No siempre es un camino placentero — a veces hay baches y desvíos. Mi visión está limitada y con frecuencia no tengo paciencia. Sin embargo, en momentos especiales Dios atraviesa por todo eso, llegando hasta mí con la verdad de su profundo amor hacia mí.

EL RESPLANDOR DEL OTOÑO

Al escribir estas palabras, miro por mi ventana y veo como las hojas comienzan a caer de los árboles. Estamos a fines de septiembre, y los profundos verdes del verano se están transformando en los brillantes carmines y dorados del otoño. Necesito recordarme que es el duro aliento de la helada el que genera un color tan profundo y hermoso.

Algunos árboles parecen resplandecer como el fuego en el sol del otoño. Pero otros árboles se vuelven grises y se marchitan, aferrados a sus hojas muertas como trapos viejos. Las hojas secas me ayudan a reflexionar sobre mi propia mortalidad — y sobre el corto tiempo de nuestras vidas aquí en la tierra.

Pienso que las personas somos como los árboles. Algunos resplandecemos brillantemente, como los arces, al acercarnos a la muerte. Esperamos con ansia las promesas de Dios y entregamos nuestras vidas a su cuidado. Pero otros se marchitarán, aferrándose a las cenizas de esta vida. Sus estilos de vida egocéntricos los deformarán, como un roble torcido que se aferra a sus hojas muertas.

Me pregunto, ¿qué contiene tu otoño? ¿Resplandecerás como escarlata y oro a la luz de la tarde que se va apagando? ¿O lucharás al ver cambiar tus colores? La muerte siempre está en nosotros, como el dorado y carmín, escondidos debajo del verde del verano. Nuestra opción es sencilla: O nos sometemos a Dios y nos convertimos en su hermosa creación, o podemos aferrarnos a nuestros frágiles egos y a nuestros deseos egoístas.

Pero si le permitimos, Dios nos transformará a su imagen. Si nos entregamos a El, nuestras vidas seguramente revelarán su belleza.

¿Cómo vivirás tus últimos días? Esa es una pregunta que debes hacerte cada mañana. ¿Honrarás hoy a Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma, con todas tus fuerzas?

Tus últimos días en esta tierra, no importa cuan dolorosos sean, ¿reflejarán la gloria de Dios?

Sólo puedo responder por mí mismo.

Y mi respuesta es sí.

“Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios.” (Job 19:25-26)


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